domingo, 23 de enero de 2011

Ausencia


Ausencia

Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.

Jorge Luis Borges,
De "Fervor de Buenos Aires", 1923

jueves, 20 de enero de 2011

Aprendiz de librero


Aprendiz de librero


Se le había extraviado la bolsa verde con ese raro ejemplar del Quijote, el que tenía guardas doradas en el lomo y en la tapa una ilustración que parecía ser de Doré. Confiaba en que lo había dejado sobre el escritorio. Al menos, la última vez en que lo vio estaba apoyado ahí. Ahí donde lo dejó la anciana dentro de la bolsa. Donde debía estar y no estaba. Nada verde y ningún ejemplar encuadernado del Quijote ni de obra semejante dejaban verse.

Era su primera semana como aprendiz. Intuyó que ahora empezaba el verdadero conocimiento. No sólo era imprescindible saber de autores, de obras clásicas y de movimientos literarios. No alcanzaba haber leído noches enteras bajo la tenue luz de una lámpara. El negocio, al fin de cuentas, era un negocio y la erudición y el amor profesados no alcanzaban, por sí mismos, para satisfacer las urgencias del oficio.

Buscó una nueva vez. Con el mismo ahínco. Era la cuarta ocasión en que repetía todos los movimientos de la tarde anterior, en que recorría de un extremo al otro el salón y los estantes, el breve depósito, la pila de volúmenes sin marcar. La cuarta vez y sin la menor suerte. La bolsa verde y el ejemplar de la obra magna de Cervantes –ese Quijote ya único, que con los avatares adquiría un prestigio quizá inmerecido– se habían esfumado. Eran parte de una fuga. No sabía cómo explicarlo. ¿Alguien los habría hurtado? ¿Y si la misma anciana que lo trajo para la venta, una vez cobrados los pocos pesos que él le ofreció –en un gesto de dignidad y de arrepentimiento– decidió quedarse con el libro y el dinero, y se lo llevó con la bolsa que lo traía? ¿O si el chico que le preguntó la hora, ése que sonreía como tonto, se aprovechó de su confianza, o la joven de flequillo agradable, ésa que le compró Rosaura a la diez y se fue tan contenta? ¿Quién de todos ellos y cuándo, en qué descuido? ¿Y cuál era la causa? ¿Era que él se distraía, que las historias que habitaban cada título penetraban avasallantes esa realidad más esquiva por material e innominada?

Sintió que el piso no le respondía, que la cabeza, lentamente –pero cada vez con mayor convicción– le daba vueltas. Se sentó en el sillón que hace tres días le deparaba el destino y apoyó los codos en la madera del escritorio colmado de papeles, con desperdigados volúmenes de Turgueniev, Tolstoi y Schopenhauer, con el busto de Shakespeare en bronce que lo intimidaba desde un ángulo; emblema de un ejército de lapiceras, hojas y manuscritos que clamaban su atención. Separó los lentes a un costado y permaneció en silencio, quieto, ensimismado. Luego se recostó sobre el respaldo y estiró las piernas. No había caso, la bolsa no estaba en ninguna parte y media historia de la literatura lo contemplaba arbitraria desde esos tomos apretados, a veces opacos, otras coloridos, sin más complicidad que la indiferencia. Estaba solo. No había duda. Solo. Y la bolsa verde y el Quijote de lomo dorado, con ese Doré grabado en la tapa, ausentes sin retorno.

¿Qué hora era? Aún debía de ser temprano. El día apenas comenzaba y no se decidía a nada. ¡Dio un salto! Una voz lo sustrajo de sus meditaciones. Abrió los ojos y ante él se hallaba una joven de veinte años que apenas respiraba mientras una interminable lista de poetas era convocada por su boca.

–¿Busca algo?– Atinó a murmurar.

–¡Sí, sí, de lo que le hablaba, de lo que estaba hablando! ¡Poesía! ¿Dónde hay poesía?

¡Poesía! ¡Ahora, a él! ¡Sin la bolsa verde y sin el Quijote! A él que estaba culminando su primera novela, a él que desde Bécquer en sus años escolares se había prometido no desperdiciar más tiempo en esa cenicienta pasada de moda.

–¡Oiga, qué tiene para mostrarme! –Silencio.– ¡Por qué me mira de ese modo! –Y comenzó a reírse. Era linda, de una belleza capaz de perturbarlo aún más en esa mañana.

–Sólo dígame donde están esos libros –sonrío– y yo haré el resto.

–Ahí, ahí. Ahí está la poesía, ahí están el estante de poesía, los dos estantes; ahí están los libros. –Señaló con descuido hacia un sector de la biblioteca de madera oscura que estaba cerca de ella.

La joven lo volvió a mirar y sin dejar de reírse fue hacia donde él le había indicado. Entonces se alzó como si despertara de una larga somnolencia. Nuevamente estaba en la librería, nuevamente era el aprendiz de librero atendiendo a una probable compradora. La bolsa verde, el Quijote o lo que sea, en algún sitio deberían hallarse. Pero era tiempo de apartarse de esas preocupaciones. Ya está. Más no podía hacer. Que otro se ocupara de esas cuestiones. Él, cuando finalizara la jornada de trabajo, retornaría a la corrección del sexto capítulo de la novela, justo donde lo había abandonado ayer. Las horas, incesantes, transcurrirían con cierto tedio, pero en ocasiones había motivo para la alegría y hasta para la diversión. De lo que no debía olvidarse era que el negocio era el negocio. Una librería no era esparcimiento. Lo había aprendido.

–¡Éste no tiene precio!

–Ocho, ocho pesos…

–¡Uhm! ¿Seguro?– Y también él tuvo que sonreír.


Villa Urquiza, julio de 2008

martes, 11 de enero de 2011

Escribir el Paraíso: María Elena Walsh


Escribir el Paraíso
María Elena Walsh (1930-2011)


En la lírica, las voces masculinas y femeninas, a partir de la distinción que llega con la pubertad, adquieren el color que les asignará su registro. Previo a aquella etapa de cambios y ante la ausencia de lo determinado, nos referimos a voces blancas. La poetisa que a los diecisiete años editó Otoño Imperdonable, en nuestras letras es la voz blanca perenne que desafía en esa privación de cierre los registros fijos de un sector de la vida artística. Es la poetisa que entre los dieciocho y los diecinueve cumplió con el sueño de compartir esos años junto al poeta venerado: Juan Ramón Jiménez (1881-1958).
Al dejar nuestra ciudad en su visita de 1948, Jiménez invitó a María Elena a pasar una temporada en su casa de Maryland, EE.UU. La gentileza fue extendida a otros dos poetas jóvenes, pero sólo ella era quien no iba a dudar en llegar a destino.
La convivencia de esos días al lado del autor de Platero y yo no fue fácil y tampoco fue la esperada. Juan Ramón Jiménez, más allá de la imagen de serenidad que observamos en sus retratos, tenía el temperamento de un poeta. Ese contacto iba a ser recreado en Postal detenida, un poema de Hecho a mano (1965), conjunto que basta para justificar la obra de un escritor.

POSTAL DETENIDA

Voy a contarte todo
Espera que recuerde

Había nieve y Juan Ramón callaba.
Había Juan Ramón, callaba nieve.

Yo no podía más
de adolescente.

Supongo que el crespúsculo invadía
su barba y sillas locas de papeles.

No, no hay fotografías
donde me encuentres

Zenobia era de risa y sombrerito.
Pura eficacia, método celeste.

Hace ya tanto tiempo,
en 1949.

El decía sonidos oxidados
desde un aljibe, trabajosamente.

Riverdale de madera
de juguete.

Ella monologaba con cristales.
Él atendía túneles ausentes.

Yo no supe
qué hacer, dónde ponerme.

Llegué una noche y Juan Ramón estaba
mirándose por dentro, como siempre...

Es inútil.
Me duele.

Uno de los textos ensayísticos en los que sí se puede aprender acerca de autores y de libros es el volumen Curso de literatura europea de Vladimir Nabokov. En la Introducción que escribe John Updike aparece un comentario sugerente, en boca de la que años después sería su mujer, sobre la cuestión de lo que se puede trasmitir en esta disciplina: "Yo sentía que podía enseñarme a leer. Estaba convencida que podía darme algo que me duraría toda la vida... y me lo dio." Updike sintetiza la labor en la docencia por parte de Nabokov, hasta convertirse en celebridad merced a Lolita, en una frase que pule el juicio anterior: "Nabokov fue un gran profesor, no porque enseñara la materia bien, sino porque daba ejemplo e inculcaba en sus estudiantes una actitud profunda y afectuosa hacia ella."

Existe una fotografía del primer encuentro de María Elena Walsh con Juan Ramón Jiménez, es del día del desembarco de éste en Buenos Aires, 1948: la adolescente que meses después compartirá vivienda con el poeta y que aún no sabe siquiera presentirlo, mira encantada a ese hombre que es el centro de todos. En esa mirada hay amor y admiración y lo que al final de esa gira se presentó como una acceso superior a lo que ella debió haber imaginado, prendió en su memoria la calidez de aquello sobre lo cual no podemos hablar, la experiencia entrañable que trasmiten los versos finales de Postal detenida: "Es inútil./ Me duele." Un gran escritor, la maestría, enseñan desde el gesto espontáneo más que desde la información planificada que los profesores y eruditos -sin despertar del sueño de fichas y libros subrayados- exhiben a sus alumnos para su hastío y consuelo. Pound con acierto sentenció que: "Unas horas de antiguos poemas líricos cantados nos enseñan más que un año de trabajo filológico acerca de esta forma de melopeia".
Sostengo que una charla con un buen escritor, con aquél que ama las palabras y trabaja en ellas como un orfebre, nos trasmiten una vivencia única de la literatura que jamás podremos obtener en ninguna clase magistral a la que asistamos. Esa es la dicha que tuvo María Elena, a nosotros nos queda la conversación extendida a los textos. Quevedo en los malos días escribió:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Y ahora leemos a Quevedo.

Sobre ella es fácil hablar. Su arte transita diversos caminos siempre con un toque mágico y personal que se identifica con aquel rostro de adolescente melancólica, ése que no extravió en sus travesuras de grande. Supo hacer de lo popular algo digno con sólo virar el folklore hacia su origen, no siendo de los que usan el arte autóctono en un proceso de desfiguración como a un animal de circo o a una fiera del zoológico. La poesía escrita continúa siendo parte de sus trabajos, no es la poesía que presagiaban las críticas de la década del 40, sino una muestra fresca de como María Elena Walsh eligió ser escritora, esa voz blanca de la que hablábamos al inicio. Y la infancia, aquel ámbito al que los mayores se aproximan con temor de rajar cristales o de espantar las crias, es el mundo donde ella suele pasearse segura. De esa parte sagrada de su obra hemos elegido algo breve, algo que conocemos todos, un poema canción que nuestros hijos pueden tararear una y otra vez hasta que lo aprendamos o, en nuestro auxilio, dictárnoslo por teléfono cuando no sabemos donde hallarlo y sólo ellos tienen el libro.

LA REINA BATATA

Estaba la Reina Batata
sentada en un plato de plata
el cocinero la miró
y la reina se abatató

La reina temblaba de miedo,
y el cocinero con el dedo,
que no que sí, que sí que no...
de malhumor la amenazó.

Pensaba la Reina Batata:
"Ahora me pincha y me mata"
y el cocinero murmuró:
"Con ésta sí me quedo yo".

La reina vio por el rabillo
que estaba afilando el cuchillo.
Y tanto tanto se asustó
que rodó al suelo y se escondió.

Entonces llegó de la plaza
la nena menor de la casa.
Cuando buscaba su yoyó
en un rincón la descubrió.

La nena en un trono de lata
la puso a la Reina Batata
colita verde le brotó...
(a la Reina Batata, a la nena, no)
Y esta canción se terminó.

Héctor Alvarez Castillo
Del libro: "Escribir el Paraíso"

lunes, 3 de enero de 2011

Víbora del Desierto


Víbora del desierto



Vi el dibujo de una serpiente en la arena. Alerta, sólo exhibía la cabeza sobre ese desierto dorado que hervía en la hora más alta de su dios.
Su cuerpo se había mecido hasta enterrarse en un río que no es un río y que ahora era el laberinto que hace años nombró el poeta.
Las marcas, las líneas de su forma, eran el testimonio del cuerpo. Calentaba su organismo mientras se refugiaba de otros predadores que a semejanza de ella aprovecharían un descuido para hacerse de la presa.
No tenía otro destino que sobrevivir y trasmitirse de generación en generación. Extática parecía una efigie de piedra.

No oí el ruido de caravanas de viajeros ni mercaderes. Ni vi los guerreros que desafían la luz. Sólo contemplé ese rostro y esos ojos de sangre fría.

Desperté entre las sábanas –era otoño– moviendo los dedos de una mano como si fuese una cabeza de reptil. Observé mis piernas quebradas de tal modo que entre los huecos que dejaban la tela plegada construía territorios blancos que emulaban un distante e infinito escenario.
Me dejé caer sobre las hojas secas que habían penetrado por la ventana. No atiné a ninguna palabra.


Santa Rita, diciembre de 2010