viernes, 31 de diciembre de 2010

Cuando nos alcance la felicidad


Cuando nos alcance la felicidad


Hay que estar preparado, entrenado día y noche, bien despierto de alma y corazón, para cuando llegue y nos alcance la felicidad.
Nos debe encontrar de la mejor forma, espléndidos, fuertes y rozagantes; ni débiles ni huraños. Aquellos malos días deben haber pasado.

Vendrá la felicidad y nos hallará jóvenes, pletóricos de ilusiones.
La felicidad será nuestra.

Llevo conmigo la imagen de la luna detrás de altas ramas que rodean el espejo de agua donde se reflejan tu figura y la mía.

Si preguntaras a esta hora –cuando cierro los ojos y sólo veo dentro de mí– de qué felicidad hablaba la otra tarde, te respondería que ninguna palabra viene a mi boca para confesarte lo que no sé, pero que al instante percibo en íntimo conocimiento.
No hay esmero que alcance este saber.
Lo que trasmite esa imagen es lo que tengo para darte, y ésa es mi felicidad. La tuya será otra imagen. La tuya tal vez tenga palabras.

Con los días muda la imagen. A veces estoy solo, otras acompañado. No siempre hay silencio, pero aunque no hable, ni murmure, en mi pensamiento fluye una música.

Cuando nos alcance la felicidad la luna estará en lo alto.

Sáenz Peña, abril de 2007/ Villa del Parque, enero 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

Madre


Madre

Madre,
Madre,
Madre,
Te asombras, te alborotas,
Mi madre,
Madre,
Madre.

Héctor Alvarez Castillo
Poema de "Amatista, 1981-1985"
El barco ebrio, 1985

domingo, 1 de agosto de 2010

El reino de Mâra


a Carmen Dragonetti y
a Fernando Tola
Cuando las cosas se revelan en su
verdadera naturaleza al brahmán que
medita con fervor, entonces él
dispersa al ejército de Mâra, como
el sol que ilumina el cielo.
Udâna I, 3



Dejó la atizada escudilla encima de la tierra. Esa mañana, de
la limosna obtuvo su única comida. La noche anterior no le
había dado descanso al joven monje y antes de que cesara la
luz quería llegar al bosque donde moraba el bhikkhu Uttiya.
Sabía que el maestro lo esperaba desde esa caminata final
alrededor del estanque de la antigua ciudad.
Tuvieron que pasar largos y esforzados años antes de que el
joven bhikkhu realizara dentro de sí el conocimiento anhelado.
En los últimos meses las prácticas ocuparon buena parte de las
jornadas. Descansaba al resguardo de la sombra; el sol cada
vez más fuerte se hacía difícil de soportar. La pasada estación
fue más pródiga en reptiles y alimañas. Saddhamanda
permaneció semanas enteras internado en los bosques, aislado
del mundo de los hombres, enfrentado a los fantasmas y a su
soledad, realizando los deberes en el mayor silencio. Al
amanecer, el canto de los pájaros era auspicioso anuncio para
comenzar. Caminaba y meditaba hasta que el sol desaparecía
nuevamente y la tierra tornaba a ser penumbra. Una vez un
pájaro blanco lo siguió un trecho del sendero. Oyó el ruido del
aire cuando se abre, las alas planear y sacudirse. Miró el cielo
y vio donde estaba. Cerró los ojos y volvió a observar. Susurró
unas palabras y continuó solo por el camino.
Diariamente realizaba los mismos actos como si fuesen un
ritual. A la luz del sol llegaba hasta el río para restregarse los
ojos con agua fresca. Luego marchaba en busca de un sitio
donde ejercitar las posturas en las que había sido instruido.
Saddhamanda tuvo un feliz comienzo al unirse a la comunidad.
Las primeras enseñanzas cayeron sobre buena tierra y el camino
a la ordenación fue haciéndose llano. Saddhamanda cumplía
estrictamente con los deberes que le daban, no había prueba
que inquietara su templada voluntad. Antes del mes de vesak
—en el cual tomó los hábitos—, sus palabras y gestos ya
exhibían un gran desapego hacia todo lo de este mundo. Pareció
de toda la vida dejar las ropas comunes y tomar el manto
amarillo como protección. Entró en el sandha con una fe
inquebrantable.
En Buda me refugio, en Buda me refugio, repetía con la voz
de quien reitera una acción desde un tiempo incierto. En ese
estado reinició la senda cercana a los bambús, con los ojos
semejantes al loto en el otoño. Sabía que Uttiya lo aguardaba.
Todavía joven, pero ya maduro para ese día, había comenzado
la marcha más importante de su existencia.
Al refrescar su cuerpo, por un instante recordó el sueño de esa
última noche. Si cesan tus deseos, cesará el mundo, tuvo que
decirse una y otra vez. Marâ se le había hecho presente con
más intensidad que nunca. Las tentaciones finales eran las más
difíciles. Provenían de lo más profundo. Residían en sus mismas
entrañas de hombre; toda esa noche debió luchar con firmeza
para vencerlas. El sol lo halló exhausto y a la vez más seguro,
más cerca del último paso. El bhikkhu Saddhamanda había
inclinado a la carne, ahora sólo restaba deshacerse de apegos
originarios y alcanzar el vacío. Estaba preparado, en su interior
la malicia y el error ya no tenían de qué aferrarse.
Al atardecer llegó al extremo sur del río. Desde lejos su olfato
reconoció el olor a carne humana y fue directamente hacia el
lugar en que las ramas se confunden con raíces y surgen de la
tierra transformadas en nuevos troncos. Bajo un árbol Bo, el
Thera, en posición erecta, aspiraba y expiraba profundamente.
Saddhamanda dejó la escudilla a un lado. No quería alterar al
bodhisattva. Por un momento contempló el esplendor de la
naturaleza. La tierra permanecía en paz, el aire era cálido en
esa región y el agua había apaciguado todo el fuego. El monje
comprendió que los elementos eran benignos para la
oportunidad. Miró por un instante al bhikkhu. No sintió el
anhelo de acercarse. Cualquier deseo sería agregar causas al
samsâra. Sólo el Señor de los elefantes era el refugio y la
protección que necesitaba. Ese ejemplo había sido su guía y
reparo, ahora el ciclo de las existencias quedaría vacío, como
la médula de un árbol llautén.
Al igual que Uttiya realizó la asana perfecta, se sentó listo a
realizar los ejercicios respiratorios hasta regularizar el ritmo
del corazón y entrar en samadhi. Su pensamiento se concentró
hasta quedar desprovisto de toda idea, sin tener más respuestas
ni preguntas para el mundo. Su lengua calló, ya no había nada
que pronunciar y su cuerpo, más inmóvil que el árbol sagrado,
dejó de producir acciones. Nada ligaba a los monjes con las
cosas, porque ya nada les pertenecía. Se habían desprendido
de toda conciencia y Mâra no ejercía más dominio sobre ellos.
No quedaban vínculos, era la vía, la Iluminación.
Aspiraban y expiraban con regularidad, su sangre corría más
despacio por sus venas. No se reconocía uno del otro. No eran
Uttiya ni su discípulo. No eran las aves del monte ni eran el
monte, no eran la noche ni el sol que despeja la telaraña de la
noche.
La llovizna comenzó a mojar los cuerpos, leche de arroz
vertiéndose desde una gran nube blanca. Luego se oyeron
fuertes truenos y rayos y la lluvia se hizo más dura con la
tormenta. Sólo se veía el débil reflejo de la luna sobre un claro
de agua. Por días y noches llovió más que en varios años y el
río creció hasta rebalsar sus límites y llegar al cuerpo de los
budas. Primero mojó sus pies, luego cubrió sus piernas y el
torso de ambos. Llovía incesantemente. El agua llegó a sus
bocas y cubrió sus rostros.
Cuando la tierra enmohecida volvío a ser divisada, ya no
quedaban restos de los hombres, sólo unas viejas túnicas
enredadas en las ramas de un árbol.

La Paternal, 1987 / Almagro, enero de 1990

domingo, 21 de marzo de 2010

Marzo, el mes del no libro


Si tenemos en mente cualquier definición histórica de libro desde que el ser humano creo la escritura, desde que los griegos acunaron el término biblós para referirse a lo que en un inicio era un rollo de papiro, el mes de marzo para nosotros es el mes que se muestra consagrado con mayor insistencia a ese frágil pero perdurable objeto. Al comienzo del llamado ciclo escolar miríadas de niños, adolescentes, jóvenes y padres recorren librerías, ferias y bibliotecas, en su trajinar tras las solicitudes de los docentes. Pero, ¿se consagran al libro? ¿Existe a la par de lo intenso de esa búsqueda un respeto y aprecio similares?

El libro se transforma y casi se limita a una mercancía. Las librerías que trabajan con textos escolares y complementarios, pasan a ser el privilegiado sitio de intercambio de ese objeto devaluado que parece haber extraviado su esencia. Entre la mano que paga y retira un ejemplar y la que cobra y entrega el libro subsiste la misma relación que entre la que entrega y la que retira una lata de conservas o un pan de manteca. El intercambio de marzo, que llega hasta abril o mayo, despoja al libro tanto de la dimensión de reservorio del saber como de instrumento para el mero esparcimiento o disfrute. La comercialización del libro de marzo, gracias a sus principales actores -las editoriales de textos, los docentes y los padres- es un vasto escenario de la alienación. La "extrañeza" que este ejercicio guarda con el objeto transmisor de conocimiento convierte a éste en un ente vacío de sentido. El libro transformado en mercancía es manipulado con desdén, como una obligación y no una cita, invitación al descubrimiento y la creación.

En marzo sucede todo aquello que uno no esperaría que sucediera. En marzo todos somos libreros. Las editoriales invaden ámbitos del circuito comercial vedados por principios básicos de comercialización, penalizados por leyes que no se aplican. Grupos preponderantes dentro del mercado editorial, como Santillana, disponen parte de su fondo en "promoción", y a esas ediciones "promocionadas" les marcan precios de novedad, bajando los descuentos. Con lo cual percibimos que la promoción sólo sirvió a la editorial, ya que limpió stock con mayores ganancias. Les comento que esto no es más que un ejemplo de jardín de infantes en comparación de otros comportamientos regulares como son las ventas dentro de los mismos establecimientos educativos, con la anuencia de los directivos, la bendición a librerías, en perjuicio de otras, y demás conductas semejantes.

¿Puede modificarse este panorama? Primero hay que recordar que este mercantilismo obsceno está ligado a la estructura del año escolar, al cual parasita. Y que es hijo dilecto de la conducta indecente -cuando menos- de las editoriales de texto, sumada la "ignorancia" hacia el libro que recorre por el resto del año a la mayoría de los hogares. Si durante el año el libro ocupara una posición distinguida en el núcleo de las familias, ahí tendríamos la primera defensa. No se tildaría de gasto, de molesto gasto, a la compra de los textos escolares, con lo cual el primer acercamiento sería distinto y el nivel general de los mismos, en una sociedad más ilustrada, tendería a ser más alto. Tengamos presente que se dice que en nuestro país, antiguamente, la enseñanza era más completa o profunda. Los invito a abrir un libro actual, por ejemplo, de literatura para cuarto o quinto año del bachillerato y, en comparación, a que se haga lo mismo con los antiguos manuales de la editorial Estrada, preparados para esa misma asignatura. Es probable que estos últimos fueran dirigidos a otros alumnos, con otro compromiso escolar, y también a otros docentes y a otra concepción política de la escuela. El contenido del manual de la década del ochenta por cierto que es altamente superior, al menos a los ojos de quien escribe este artículo. También pueden probar con los libros de matemática, de geografía. Ustedes propongan.

Marzo dejará de ser el mes del no-libro en gran parte cuando sus principales actores tengan una relación de aprecio durante todo el año hacia el libro y lo que él simboliza para nuestra cultura, desde los albores de nuestra civilización hasta nuestros días.

Héctor Alvarez Castillo

martes, 23 de febrero de 2010

Extravagancias de un bestiario


Extravagancias de un bestiario

Sé que los unicornios no existen. Ninguna persona sensata discutiría sobre esto; pero en este punto no se acaba el tema. No es el escorzo que sobre esta materia me importe tratar en el último apartado, porque no nos hemos reunido para oír más de lo mismo. Los escolares en el nivel básico gozan de conocimientos mayores y no andan dando discursos por ahí ni por allá. Las amas de casa sospechan lo mismo.

Lo que a nosotros nos interesa de una manera entrañable –íntima diría el poeta– no es la cuestión zoológica de la existencia de los unicornios o su privación, sino el color y el pelaje de los animales que aparecen, fortuitamente, por las grandes praderas con absoluta libertad. Animales que diariamente contemplamos corretear por el valle de los elefantes hasta los límites escabrosos donde nace el país de los sorgos.
En ese lugar disfrutan de su albedrío con tal regocijo que nadie en sus cabales dudaría por un instante de que en verdad están ahí y no son meras apariencias diurnas.

En la sección sobre el color y el sexo se agrega que son dos asuntos que van en yunta. Uno incide sobre el otro desde la indiferencia tanto como desde la intencionalidad.
Y en materia de especulación, la sexualidad de estas bestias fabulosas –en concordancia con las creencias acerca de los ángeles– se expresa que son sustancias puramente inmateriales (recordemos en esto la teofanía erígena). Presenciamos la proyección de cuerpos espirituales simples que en otro orden no debieran tener contornos sensibles ni figuras. Esos seres –como los ángeles de los que nos habla el irlandés– participan en Dios según su mismo ser. Algo semejante ha indicado Tomás.

Las discusiones sobre el sexo de los ángeles como sobre el pelaje y demás cualidades de los unicornios, son en verdad tan fascinantes como bizantinas, desde el triste avance de la ciencia empírica y la negativa –o imposibilidad– que tenemos de hacernos con ejemplares de estos dos grandes grupos para su concienzudo estudio.
Debemos resignarnos a las creaciones de nuestra fantasía e imaginación. Algo semejante les sucede a los musulmanes con las vírgenes que habitan el paraíso –según delata el Corán– llamadas hurís y nacidas de azafrán, almizcle, ámbar y alcanfor. Estas diáfanas doncellas se entregan a los creyentes una vez que se despiden de esta vida terrenal. Ellos gozarán de estas perpetuas vírgenes tantas veces como hayan ayunado en el mes de Ramadán y de acuerdo a las buenas acciones que hayan cometido.
Las hurís –para mayor deleite de los sentidos– llegan a los elegidos por intermedio de un ángel que les alcanza una naranja o una pera, sobre una bandeja de plata. El agraciado musulmán abre el fruto y de él sale la hurí destinada.

Villa Maipú, febrero de 2001 / Sáenz Peña, febrero de 2010
Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura"

jueves, 11 de febrero de 2010

Paseo con tortuga




Paseo con tortuga

Supongamos que hace años usted posee una tortuga de agua y que, debido al paso del tiempo, ésta ha crecido hasta el tamaño de la mano –el de la mano abierta, no el del puño cerrado– y hoy decide llevarla a un paseo por la ciudad, como es habitual que se haga con otras mascotas.

La saca de la celda vidriada donde taciturna presencia irse la vida –reconozca que no sólo la de ella, sino la de todos los miembros de la familia; desde la de su suegra hasta la de Melquíades, el gato molesto que a cada descuido aprovecha para darle un zarpazo al agua– y así, empapada, rociada de algas, se la mete de un impulso en el bolsillo del saco azul cielo, que sólo ante eventos especiales extrae del placard.

Y ahora, con la tortuga extraviada en su ropa, humedeciendo el forro interior del lado izquierdo y la camisa Yves Saint Laurent que le obsequió la tía Marga, sale a la calle, arreglando el nudo de la corbata en un ademán de dandy, sin que ningún gesto trasmita esa realidad de patas breves y robustas que se agita cada tanto en el interior, emitiendo señales de que ella está ahí, de que existe a semejanza de los otros.

Descenderá del ascensor e irá derecho hacia la estación del subte. Viajará de Medrano hasta el Obelisco, sonriente, sentado entre dos mujeres que no sospechan siquiera el por qué de su mirada. Luego hará el camino hasta dar con el sitio que busca. Se sentará en la fuente que está a metros de la tipa y el ceibo, y la extraerá con cuidado y afecto del bolsillo que ya es un breve lago.

La alza en una mano y la mira. Es la tortuga de siempre, pero distinta. Ella también lo observa. Ha ido sacando con atención la cabeza y el largo cuello a franjas horizontales. Ahora aparece el detalle rojo que a usted siempre le gustó. La deja en el borde de la fuente y con el dedo índice apoyado sobre la zona trasera del caparazón, la va empujando para darle confianza, hasta que ella misma entra a corretear por esa superficie inmensa que se le abre a los ojos.
Surtidores gigantescos de agua vierten litros sobre la pileta que Dorotea se ha detenido a contemplar. Un detalle en la extensión de mármol rompe la continuidad. Se la ve alegre. Vuelve a la carrera indiferente a los sonidos de las voces y del tráfico de esta tarde de sol. Los bocinazos y el griterío no le llegan; no alcanzan su satisfacción por esta aventura. Y se zambulle en este estanque que es un río, un mar, un monstruo de agua fresca que se le brinda.

La sigo con la mirada. Soy con ella otra tortuga amiga y feliz que disfruta la salida. Al anochecer regresaremos a nuestra morada. Laura y los chicos preguntarán dónde fuimos, qué hemos hecho juntos, ¡cómo me llevé a la tortuga! Pero Dorotea y yo sabremos que no necesitamos de palabras.
Aún quedan horas para que nademos juntos por el estanque. Ya sin camisa mi cuerpo se vuelve verde claro y oscuro, líneas de planta recorren mi existencia; un trazado arcaico es el dibujo secreto de mi espalda, que me protege de los rayos y el mundo. Dorotea va a mi lado, traviesa y alegre compañera.

Buenos Aires, La casona del teatro, febrero de 2010

miércoles, 3 de febrero de 2010

De mamíferos voladores



De mamíferos voladores


Ayer encontré a Batman en un bar de Constitución. Estaba en pésimo estado. En otras ocasiones lo había visto mal, pero lo de anoche, sinceramente, era la peor. Ya iba por la cuarta ginebra y se notaba que no había comido nada. Cada tanto, mientras hablaba, movía las alas haciendo el ridículo y luego repetía esa parodia con las piernas, como si fuese en verdad un murciélago.


            Éste no era el Batman de mi infancia. Era el Batman que en mis noches de insomnio me fui acostumbrando a encontrar en los barrios bajos, tan lejos de las principales avenidas de la ciudad como del ruido y los aplausos que habían sabido ser su mejor escenario. No había coche, compañeros ni mujeres. Solitario, con la última copia del disfraz que lo llevó a la fama, Batman ilustraba de tal manera la desolación. Cualquiera de sus antiguos enemigos hubiera pagado, el costo que fuese, por estar presente ante esa imagen.

Ahí estaba Batman, a duras penas sentado frente a la barra, haciendo equilibrio mientras me contaba sus actuales aflicciones. Empezó con que no podía dormir, que eso lo hacía ir por las noches de bar en bar, esperando el amanecer para caer extenuado. Que huía del hotelucho en el que paraba, porque ahí, encerrado entre esas paredes, no hallaba sosiego. Que tenía terror de que le crecieran las uñas cuando dormía, y que éstas sobrepasaran el tamaño de sus alas y no le permitieran volar. Batman estaba espantado con diversos temores, fobias, que no le daban tregua. Pedimos otra ginebra y, por su voluntad, se dispuso a contarme cómo empezó, en verdad, su historia.

            Él no era Bruce Wayne ni Bruno Díaz. Lo aclaró de improviso y, por dos tragos, guardó silencio. Él era un don nadie que había ido a parar a la mansión de los Wayne sólo por fortuna, pero no como hijo adoptivo o algo semejante. Fue a vivir a la mansión en el papel de lo que era: el hijo de una sirvienta, una sirvienta más en ese hogar de ricos. Todo lo que sucedió después –y la historia que se contó una y otra vez en revistas, televisión y cine– no era más que una suma de malentendidos y errores voluntarios, refrendados por negocios que a él poco le dejaron, más allá de una efímera fama.
            Me contó que los días posteriores al asesinato de los Wayne fueron terribles, pero que –ahí hizo otra pausa– alguien más había muerto esa noche. El verdadero Bruce también cayó bajo los disparos del Guasón. El niño falleció de un balazo en la cabeza. Fue el último en morir, pero para la prensa, los abogados y los medios, esto nunca sucedió, porque desde ese momento –por  conveniencia de Alfred– Bruce Wayne comenzó a ser él: John Brown o Fernando Vigo, como elijan llamarlo. Ahí comenzó su vicariato hasta que no pudo soportarlo más y dejó todo, con más de sesenta años, agotado de representar a ese señorito atildado o al caballero negro, sin que sus piernas ni brazos dieran para más. Quería ser quien realmente era. Sin embargo a Batman no lo podía abandonar. Batman lo había tomado. Batman era él. Batman era Fernando Vigo.

            Quedó para otra noche de ginebra el relato de cuando su madre, en Nueva León, cerca de las cuevas donde habitan centenares, miles de mamíferos alados, lo abandonó al dios Ah Puch, para que éste lo tomara como hijo –su padre natural había huido con una india– y el dios le hendió las marcas en los brazos, la mordedura de dos colmillos en cada lado. Las marcas aún están ahí. Eso dijo y quiso correr la tela y mostrármelas, pero con firmeza exclamé:


¡Batman, ésa ya es otra historia!

Saenz Peña, julio de 2008
Del libro "Naif. Del Juego a la Literatura"
Héctor Alvarez Castillo

domingo, 31 de enero de 2010

Topología celeste



Los Teólogos equivocaron la ubicación del cielo, del purgatorio y del infierno. Error difundido por superstición, prejuicio o costumbre, que la Fe jamás se atrevió a corregir. Esta histórica y humana tergiversación del Credo expresa que el purgatorio se halla entre el cielo y el infierno, y que es el sitio al cual se retiran las almas para sanarse, no por castigo, acción que sí acaece en el lugar que en nuestra lengua lleva nombre similar al de enfermo y que Dios, con delicadeza, creó para ese fin. No siendo la ubicación del purgatorio la que hasta hoy se consideraba como auténtica, se percibe que, en realidad, a las puertas del cielo está el infierno y que, entonces, sólo y tan sólo debajo de él —por designar alguna determinación física accesible al entendimiento humano— se encuentra el purgatorio. Los que no logran permanecer en el cielo caen abruptamente al infierno, arrastrando con ellos piedras y otras molestias, que no son más que obstáculos, memoria y tormento para esos desgraciados. Ellos saben que desde cualquier punto de las galerías del infierno se contempla el infinito cielo, y esto los abisma hasta el horror, horror que ni la Santa Inquisición fue capaz de atisbar. Del purgatorio, algunos místicos han divulgado —tal vez presos de conducta herética— que por él no se va hacia ninguna parte; pero merced a la ciencia y con una mano puesta sobre el corazón, debo confesar que es casi seguro que esto no sea motivo que interese ni a los del cielo, ni a los ímprobos del infierno.



Palermo, septiembre de 1994
Héctor Alvarez Castillo
Del libro de cuentos "Metamorfosis"
Alvarez Castillo Editor, Buenos Aires, 2005 

lunes, 18 de enero de 2010

La sombra del cuervo


La sombra del Cuervo

"Je pisse vers les cieux bruns, tres haut et tres loin,
Avec l'assentiment des grands heliotropes."


Oraison du soir
Jean Arthur Rimbaud



A todo podemos escapar, menos a nuestros sueños. Cerramos los ojos y estamos ante ellos. Nos contemplan sin temor y sin respeto. nos miran como señores que penetran en grandes mansiones, llevando el mundo a los pies del deseo.

Sé que cuando deje estas cosas vendrá tu rostro, con el volverán tu sonrisa, tus largos cabellos. Sin el alivio del día, insistentes pesadillas te perderán otra madrugada, pero regresará la noche y estaré en lo más profundo de mí, mientras la tierra duerme. Vendrá tu rostro y vendrá la vida. El amor comienza una vez más y una vez más acaba.

En la adolescencia llegué al francés por un poema de Prevert. Hoy pienso en ti y pienso en ese poema: "Et moi j'ai pris/ Ma tete dans ma main/ Et j'ai pleure" Recorren mi mente cada palabra que he amado, cada frase que he compartido. Aquéllas que tus labios esperaban riendo y traían vergüenza a mi candor de enamorado. "Sin ese rostro tuyo, ¿qué puede ser un día?" Reescribiría esas palabras que amo y dejan mi alma como la de un loco.

Recuerdo cómo debe ser la vida y también cómo ha sido. El abanico del mundo, el mundo de los hombres del que tanto he renegado. Aún no ha cesado mi voz de leer ese poema. Me oyes. Leo y no te alejas. Te has dormido y el día no llega a despertarnos. No quiero la luz sobre nuestras cabezas. Quiero tu sangre en mi sangre y después si dormir por siempre. Sin ese rostro tuyo, ¿qué puede ser un día? Para qué nombrarte si eres en mí eres y otra voz no te toca.

A los besos, tan sólo los besos serán su recuerdo. El fulgor del alba en la luna, la tristeza y mis poemas, todo, aun cuando no lo comprendas, todo te pertenece.

Quién puede decir que no estemos juntos, una cosa es el amor, otra la vida.

Buenos Aires, junio de 1993
Héctor Alvarez Castillo

sábado, 16 de enero de 2010

Una rosa para Emily, William Faulkner


Una rosa para Emily

William Faulkner



1

Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.

Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.

En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras, prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.

Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió, ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.

Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.

Se levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.

Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que colgaba de la cadena de oro.

Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”

“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”

“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”

“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, señorita Emily…”

“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”

2

Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.

“Como si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.

Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.

“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.

“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”

“Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín. Hablaré con él al respecto.”

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.

“Es simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”

“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”

Así que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.

Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado de verdad.

Cuando su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un centavo de más o de menos.

El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.

Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.

3

Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos y serenos.

El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo, conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.

Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a alguien en su representación al funeral.

Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily.”

Ella llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.

“Quiero un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.

“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”

“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”

El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”

“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”

“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”

“Quiero arsénico.”


El droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”

La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas.”

4

Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.

Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama.

De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.

De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.

Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.

Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello de un hombre activo.

A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.

Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.

Día con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación —cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.

Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el desuso.

Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.

5

El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.

Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.

Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla.

La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.

El hombre yacía en la cama.

Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.

Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz, encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.

jueves, 14 de enero de 2010

Oscuro


Oscuro

Un olor fuerte. Un olor al que no estoy acostumbrado fue lo que percibí cuando entré a la habitación. En penumbras, apenas se divisaban algunos muebles contra la pared, un desorden de prendas tiradas, una mesa y la luz azul y tenue en un rincón del cuarto.

Habló, dijo pocas palabras, y me fui acercando hasta que sentí sus dedos tibios deslizarse por mis brazos, hasta que tomó las manos y las soltó; luego acarició el cuello y se animo a dejarse caer entre las piernas. El olor, más intenso, me atraía y a la vez me hacía virar el rostro.
Ya conteniendo su cabeza contra mi cuerpo, vi la sábana blanca abierta sobre el piso. Estaba desnuda o apenas la cubría algo que no precisé a saber qué era. Algo leve como su voz y el nombre que murmuró junto a exiguas palabras.

Una brisa de aire ingresó y aprecié la ventana, la cortina y los árboles que se veían lejos. Allá estaba el mar. Aquí, ella, que se había precipitado sobre en ese lienzo blanco que ahora contenía su oscuridad en esta noche.

Mojé sus labios y mojé su cuerpo, su cuerpo negro, terso y fugitivo, entre tanta caricia y tanto deseo. El sueño fue descanso y desmayo. Y cuando regresé a la calle, y descendí solitario las escaleras, no estaba, ella no estaba. Se había ido. Sólo ese olor persistía, ese aroma fuerte a sal y carne, ese olor animal que me acompañó en la despedida y siguió junto a mí, vivo, latiendo, como un corazón en sangre.

Sáenz Peña, julio de 2008

miércoles, 13 de enero de 2010

El día de la escritura


El día de la escritura
a H. L.



No era común que habláramos de lo que estaba escribiendo. Sé que cuando concluyó esa novela inmensa –para mí de una importancia mayor en nuestra literatura– por años sólo se dedicó a sus clases y a notas menores, que aparecían en algún suplemento como señal de que seguía entre nosotros. Pero hace tiempo que trabajaba en ese capítulo inicial. Iba a ser un texto breve. No más de cien páginas en contraste a aquella obra descomunal. Hasta mencionó probables editoriales. Pero durante meses no avanzaba. Estaba detenido en la imagen cuando el protagonista es secuestrado por un grupo de tareas y es interrogado y golpeado y queda tirado en el piso, apenas consciente.
Leí esas líneas en un adelanto para una revista de la facultad. Mientras que él dejaba que pasase el tiempo para que solo, por sí mismo, llegara el día de la escritura de ese nuevo texto. Quizá así también hayan sido los últimos meses. Los escritores saben que el tiempo es limitado. Que no hay margen. Lo perciben como un cerco cotidiano. Viven ese apremio. Pero el tiempo sucede. No hay voluntad que lo detenga.

Una noche, que ya era madrugada, íbamos caminando y comentó con ligereza: "¡Cuánto podríamos haber escrito sin estas salidas!" Fue hace diez años. Estaba la avenida abierta ante nosotros, con luces de los bares y el obelisco allá en lo alto, y sonrió, sonrío como lo hacía constantemente. Enigmático y complaciente. Y fui cómplice de esa frase y de esa sonrisa. Nos despedimos pocas cuadras adelante.

Que sepa, la novela no se concluyó. Otros días habrá regresado a esas páginas, pero la indefinida vastedad de la tarea artística –ese lidiar con la propia obra– tiene la particularidad de que en ocasiones nos alienta y en otras nos hace a un lado.


Villa Urquiza, julio de 2008

viernes, 8 de enero de 2010

Ante la Ley, Franz Kafka


Ante la ley

Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.

-Es posible -dice el guardián-, pero ahora, no.

Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:

-Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.

El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo -hasta lo más valioso- en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:

-Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.

Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.

El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos buscan la Ley -dice el hombre-. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?

El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.

-Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.

jueves, 7 de enero de 2010

El dolor


X
El dolor


El dolor sigue, el dolor está dentro de uno
Por más que el bufón lo niegue, por más que diga
Que nos hemos privado de algo
Para que el dolor reine, por más que diga,
El dolor está dentro de uno.

En las últimas horas las cosas son más claras,
Hemos retirado los espejos y vemos más allá
/de nuestros labios.
En esta tarde y en esta noche que llega,
Cada cosa está despidiéndose,
Y lo mejor que puede sucedernos
Es no volver a saber nada acerca de lo ausente.
Pero hay veces en que las ideas vuelven
Y con las ideas se agita la carne,
Y no hay como detenerla, se va de uno
Lejos y errante.

Muchas palabras están escritas en este silencio
Y allá lejos esa torre no cesa de observarnos,
De todas partes llegan voces que entierran la nuestra.
Son voces venidas desde el foso, son gritos
Surgidos para espantarnos,
Pero nosotros no hacemos nada importante,
Nuestro cuerpo lleva nuestro cadáver
Y sólo esperamos la muerte
Mientras nada de valor sucede.

Pero queda un camino, del otro lado del foso,
Quizás más allá del faro, cerca pero lejos,
Un camino que no hemos recorrido ni ha hollado el bufón.
Entregaremos el conocimiento a nuestros hijos
Para que ellos lo continúen, porque aún cuando nadie
Descanse desnudo a nuestro lado
Y no reste un alma ni un cuerpo para poseer,
Y cada afecto perdido nos haya traído
Más vejez sobre la carne,
Cerraremos los ojos, veremos en tinieblas
Ese camino y un dolor muy fuerte nos quebrará el pecho.

Del poemario: El faro de la tempestad

miércoles, 6 de enero de 2010

Los grandes comienzos V


Los grandes comienzos V

Al menos me vienen a la memoria cinco comienzos narrativos privilegiados: el del cuento "El Aleph", del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el de la novela "Cien años de soledad", del colombiano Gabriel García Márquez (1928), el de la nouvelle "El extranjero" del francés Albert Camus (1913-1960), el de la novela "El amante de Lady Chatterley" del inglés D. H. Lawrence (1885-1930) y el de la novela "Hambre" del noruego Knut Hamsun 1859-1952.
El tono y la contundencia, además del estilo del artista que se expresa con decisión, son algunas de las notas que a mí, personalmente, me seducen de estos textos. Inauguran un mundo sin contemplaciones.

Hambre, Knut Hamsun

"Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella... Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo; oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera. La pared de mi habitación, correspondiente a la puerta, está empapelada con números viejos del Morgenbladet. Puedo ver en ellos distintamente un «aviso» del director de Faros, y un poco a la izquierda, grande y ancho, un anuncio de pan fresco, de Fabian Olsen, panadero..."

martes, 5 de enero de 2010

Los grandes comienzos IV


Los grandes comienzos IV

Al menos me vienen a la memoria cinco comienzos narrativos privilegiados: el del cuento "El Aleph", del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el de la novela "Cien años de soledad", del colombiano Gabriel García Márquez (1928), el de la nouvelle "El extranjero" del francés Albert Camus (1913-1960), el de la novela "El amante de Lady Chatterley" del inglés D. H. Lawrence (1885-1930) y el de la novela "Hambre" del noruego Knut Hamsun 1859-1952.
El tono y la contundencia, además del estilo del artista que se expresa con decisión, son algunas de las notas que a mí, personalmente, me seducen de estos textos. Inauguran un mundo sin contemplaciones.

El amante de Lady Chatterley, D. H. Lawrence

"Nuestra época es esencialmente trágica, y precisamente por eso nos negamos a tomarla trágicamente. El cataclismo ya ha ocurrido, nos encontramos entre ruinas, empezamos a construir nuevos y pequeños lugares en que vivir, comenzamos a tener nuevas y pequeñas esperanzas. No es un trabajo fácil. No tenemos ante nosotros un camino llano que conduzca al futuro. Pero rodeamos o superamos los obstáculos. Tenemos que vivir, por muchos que sean los cielos que hayan caído sobre nosotros."
"Más o menos ésa era la postura adoptada por Constance Chatterley. A causa de la guerra, se le había derrumbado encima la casa. Pero se daba cuenta de que es preciso vivir, vivir y aprender."
"Se casó con Clifford Chatterley en 1917, en ocasión de encontrarse éste en casa, con un mes de permiso. Su luna de miel duró un mes. Luego, Clifford volvió a Flandes, para ser devuelto de nuevo a Inglaterra, seis meses más tarde, casi totalmente destrozado. A la sazón, Constance, su esposa, tenía veintitrés años, y Clifford veintinueve."
"Clifford se agarró a la vida de una manera pasmosa. No murió y los destrozos en su cuerpo parecía que estuvieran en trance de remendarse. Dos años estuvo en manos de los médicos. Al fin dijeron que estaba curado y que podía reanudar la vida, con la mitad inferior de su cuerpo, de cintura abajo, paralizada sin posible remedio."

lunes, 4 de enero de 2010

Los grandes comienzos III


Los grandes comienzos II

Al menos me vienen a la memoria cinco comienzos narrativos privilegiados: el del cuento "El Aleph", del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el de la novela "Cien años de soledad", del colombiano Gabriel García Márquez (1928), el de la nouvelle "El extranjero" del francés Albert Camus (1913-1960), el de la novela "El amante de Lady Chatterley" del inglés D. H. Lawrence (1885-1930) y el de la novela "Hambre" del noruego Knut Hamsun 1859-1952.
El tono y la contundencia, además del estilo del artista que se expresa con decisión, son algunas de las notas que a mí, personalmente, me seducen de estos textos. Inauguran un mundo sin contemplaciones.

El extranjero, Albert Camus

"Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: "Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias." Pero no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer.
"El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante: "No es culpa mía."

Los grandes comienzos II


Los grandes comienzos II

Al menos me vienen a la memoria cinco comienzos narrativos privilegiados: el del cuento "El Aleph", del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el de la novela "Cien años de soledad", del colombiano Gabriel García Márquez (1928), el de la nouvelle "El extranjero" del francés Albert Camus (1913-1960), el de la novela "El amante de Lady Chatterley" del inglés D. H. Lawrence (1885-1930) y el de la novela "Hambre" del noruego Knut Hamsun 1859-1952.
El tono y la contundencia, además del estilo del artista que se expresa con decisión, son algunas de las notas que a mí, personalmente, me seducen de estos textos. Inauguran un mundo sin contemplaciones.

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo."

Los grandes comienzos I


Los grandes comienzos I

Al menos me vienen a la memoria cinco comienzos narrativos privilegiados: el del cuento "El Aleph", del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el de la novela "Cien años de soledad", del colombiano Gabriel García Márquez (1928), el de la nouvelle "El extranjero" del francés Albert Camus (1913-1960), el de la novela "El amante de Lady Chatterley" del inglés D. H. Lawrence (1885-1930) y el de la novela "Hambre" del noruego Knut Hamsun 1859-1952.
El tono y la contundencia, además del estilo del artista que se expresa con decisión, son algunas de las notas que a mí, personalmente, me seducen de estos textos. Inauguran un mundo sin contemplaciones.

Inicio de "El Aleph", Jorge Luis Borges

"La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación."

sábado, 2 de enero de 2010

Amatista (1981-1985), tres poemas


Hojas caídas

Como si hubiera sido otoño,
Veo las hojas caídas
Que ya no se alzarán.

1983

La esperanza y la noche

Ya nada queda de nosotros
En nosotros,
La noche trajo la esperanza
Y con la esperanza se fue la noche.

1982

Los besos

Tu voz será tu cuerpo,
Tu esperanza, las estrellas,

Y de cada nombre y cada lluvia rota,
Y labios partidos y flores que nadie deshoja,

Quedará más de la historia que en la misma historia,
Quedará más del cielo en los pájaros que en el vuelo,
Quedará más de los hombres que en el silencio y el miedo.

Y al miedo lo incendiará al fuego,
Y al silencio se lo llevará el viento

Y a los besos, tan sólo los besos
Serán su recuerdo.

1982